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¿Qué le falta a la Unión Económica y Monetaria?

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La respuesta es simple: la unión política. Pero lógicamente su consecución es mucho más compleja. En primer lugar, habría que llegar a un mayor consenso sobre la ontología del dinero. En las facultades de ciencias económicas, siguiendo la teoría de Adam Smith, se enseña que el dinero surgió en algún momento indefinido de la prehistoria para superar las inconveniencias del trueque. Se explica que el dinero tiene tres funciones: la de unidad de cuenta, depósito de valor y medio de pago o de cambio, y que esta última es la originaria y más importante. El dinero se considera como una mercancía más, cuya posición central viene dada espontáneamente de la evolución del mercado, y consecuentemente es independiente de los procesos políticos.

El caso es que la evidencia empírica no avala esta teoría. Los historiadores, antropólogos y sociólogos que han estudiado el dinero señalan que éste aparece con los primeros impuestos o deudas a la comunidad como unidad de cuenta (es decir, como escala de valor) y por lo tanto el dinero desde sus inicios siempre ha sido introducido por una autoridad política. Esta teoría del dinero se conoce como la “cartalista”, frente a la ortodoxa o metalista señalada anteriormente, [1] y gracias a la crisis financiera global y del euro ha empezado a atraer cada vez más interés. Tanto es así que Benoît Coeuré, el consejero francés del Banco Central Europeo (BCE), ha reconocido que quizás sea más adecuada para entender los orígenes del dinero (y el futuro del euro) que la que aparece en los libros de texto economía. [2]

¿Por qué es importante llegar a un mayor consenso sobre la ontología del dinero para completar la unión económica y monetaria? Porque si se acepta la concepción metalista del dinero se podría caer en la tentación de pensar que la UEM está prácticamente acabada. Tras la crisis se han tapado las grietas más grandes en el edificio. Con el Semestre Europeo se ha reforzado el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (y, por lo tanto, la disciplina fiscal); el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE) ya casi es, y puede convertirse, en un fondo monetario europeo, listo para ser usado en nuevas crisis de balanza de pagos de los estados miembros del euro; el BCE con Mario Draghi a la cabeza, se ha convertido de facto en un prestamista de última instancia incluso para los estados; y la Unión Bancaria, con la reciente resolución del Banco Popular, ya ha demostrado su valía. Como me comentaba hace poco un funcionario del MEDE, “con todo esto ya falta poco para acabar el edificio de la unión monetaria”.

Pensar eso, sin embargo, es un error. Ya lo dijo en 1991, justo antes de firmarse el Tratado de Maastricht, el recientemente fallecido, Helmut Kohl: “la historia moderna, y no solo la de Alemania, nos enseña que pensar que la unión económica y monetaria se puede sustentar sin una unión política es una falacia”. La realidad es que el dinero es siempre deuda (por eso mismo su función más importante es la de unidad de cuenta no la de medio de cambio), y como tal siempre implica una relación social entre acreedor y deudor que inherentemente conlleva una relación de poder entre ellos. Normalmente, el estado, que emite el dinero y recauda impuestos, es el que funge de mediador en la tensión existente entre acreedores y deudores. El parlamento, al fin y al cabo, decide cómo se reparten los costes y se distribuyen los ingresos.

El problema justamente es que la zona euro no tiene un poder legítimo y democrático que sustente la unión monetaria. Cuando en 2015 casi se produjo la salida de Grecia de la unión, la decisión política de mantener al país heleno en el euro la tomaron legalmente todos los ministros de finanzas del Eurogrupo y los jefes de estado y de gobierno del Consejo Europeo, pero de facto todo el mundo sabe que la última palabra la tuvieron Wolfgang Schäuble y la Canciller Angela Merkel (con cierta influencia del presidente francés François Hollande). Esto ha creado mucha tensión, y ha dado la razón a aquellos que alegan que la zona euro tiene un déficit democrático. Merkel es la legítima representante del pueblo soberano alemán, pero no lo es de la zona euro en su conjunto. La Canciller alemana no tiene la legitimidad de decidir por y para el pueblo griego, o portugués, o español. Y mucho menos la tienen los funcionarios de la Troika (la Comisión, el FMI y el BCE) que han determinado en los últimos años las reformas estructurales que han tenido que realizar los países bajo rescate. El rechazo a la UE que hay hoy en día en Grecia, Portugal e Irlanda es consecuencia de esta tensión.

Por otra parte, los países acreedores también tienen su parte de razón. Si ellos son los que ponen el dinero de los rescates, serán ellos, o más bien sus pueblos soberanos, quienes decidan con qué condicionalidad llegan esas ayudas. Esta dinámica intergubernamental, sin embargo, es muy nociva. Enfrenta a los países entre sí. En España no se puede entender, por ejemplo, que Finlandia mande más en el Consejo por ser un país acreedor, cuando, por volumen, hay muchos más ciudadanos acreedores en España que en Finlandia. El sistema intergubernamental le da, además, demasiado poder a Francia y Alemania, sobre todo a esta última por ser la economía más grande y la más acreedora. La única manera de que Alemania sea más europea y Europa menos alemana –volviendo a Kohl- es avanzar hacia la unión política.

¿Quiere esto decir que tenemos que construir los Estados Unidos de Europa? No necesariamente. El dinero ha existido antes de que surgiera el estado nación. La zona euro no tiene que convertirse en un estado. Eso sí, para avanzar en la unión bancaria (con un seguro de depósitos común), económica (con un fondo de estabilidad macroeconómica y de inversiones común y reformas estructurales pactadas) y financiera (con un mercado de capitales integrado) se necesita avanzar en la unión política en dos frentes concretos.

1) La zona euro tiene que poder recaudar impuestos para crear un tesoro propio (solo entonces se podrán emitir eurobonos);

2) hay que crear un sistema democrático y legítimo para decidir cómo se recaudan y usan esos fondos. Eso lo podría hacer un parlamento de la zona euro, o una comisión para el euro del actual Parlamento Europeo, o una conferencia interparlamentaria que incluya eurodiputados pero también los presidentes de las comisiones de presupuestos de los parlamentos nacionales.

Resumiendo, el principio de subsidiaridad debe prevalecer para evitar demasiada centralización, pero una unión monetaria requiere un grado de integración que hace necesario que determinados asuntos solo se puedan decidir a nivel europeo, y bajo una lógica federal.

Miguel Otero Iglesias. Senior Analyst International Political Economy. Elcano Royal Institute.


note1 Ver Otero-Iglesias, M. (2015) “Stateless Euro: The Euro Crisis and the revenge of the Chartalist Theory of Money”, Journal of Common Market Studies, 53(2), 349-364.

note2 Coeuré, B. (2016) “Sovereign debt in the euro area: too safe or too risky?”, discurso, Harvard University, 3 Noviembre 2016.

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